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radas. El hedor de la sangre y los excrementos, humanos y anima-
les, sofocaba a los combatientes, que vomitaban mientras luchaban.
¿Dónde reside la gloria?, pensaba Simon, su sobrevesta man-
chada de sangre y vómito, mientras lanzaba estocadas y se abría
paso junto al aguerrido monarca inglés, que evidentemente se delei-
taba en el seno de la apocalíptica matanza. Asqueado ante aquella
insensata carnicería, sólo su innato sentido del deber mantenía a
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Simon en la lucha.
Detrás del rey, guardándole la espalda, Belami seguía sin quitar
la vista de su ahijado, advirtiendo con preocupación el constante dete-
rioro de su capacidad combativa.
-Santa Madre de Dios, protege a Tu hijo -rogaba el veterano,
en muda angustia, al tiempo que descargaba mandobles contra los
seljuks que le rodeaban.
El viejo soldado sabía que era sólo cuestión de minutos antes
de que su pupilo, a quien había jurado proteger con la vida, final-
mente se quebraría, bajaría la guardia e invitaría a la paz de la
muerte.
Ese momento llegó cuando Corazón de León rompía el circulo
de acero sarraceno y espoleaba a su corcel hacia un segundo grupo
de ayyubids que se precipitaban sobre él, conducidos por Saladino.
Al rey le dio un vuelco el corazón y resonó de nuevo su grito de
combate:
-Que Dios y el Santo Sepulcro nos protejan!
Simon y Belami, seguidos de cerca por el Gran Maestro del
Templo, galoparon junto al gigante inglés que corría hacia su valien-
te adversario. ¿Quién sabe cuál habría sido el resultado si aquellos
dos grandes guerreros se hubiesen encontrado cara a cara?
Pero no tenía que ser. En aquel instante fatal, un escaramuzador
escita, que yacía junto a su caballo muerto, lanzó un golpe de cimita-
rra al corcel del rey que saltaba sobre él y desjarretó al magnífico ani-
mal chipriota.
Con un agudo relmcho, Roland cayó al suelo, y su real jinete que-
dó semiatrapado debajo de su pesado cuerpo. Belami, que cabalga-
ba cerca de él, no tuvo tiempo de esquivar el caballo caído y chocó
contra el animal, por lo que su propio semental árabe cayó de rodi-
llas, y el veterano servidor con él.
Simon pasó volando por su lado, hizo girar a su blanco corcel
con el fin de proteger a sus dos aturdidos camaradas. Saladino ya
había reconocido al monarca inglés, cuando Corazón de León caía
envuelto en un remolino de polvo, y ahora corría hacia él lanzando
un fuerte grito:
-¡Allahu .Akbar!
El sultán clavó las espuelas a su semental blanco, puso la lanza
en ristre y embistió a Corazón de León, que se ponía de pie trastabi-
llando. Sólo Simon se interponía entre ambos.
En aquel instante fatal, se decidió el futuro del templario. Girando
para enfrentar a Saladino, el joven normando se agachó para coger
una lanza caída y espoleó a su montura para que cargara, dominado
por la angustia.
El deber le ordenaba: «Mata a Saladino, para proteger a
Ricardo!» Pero su corazón, rebosante de amor y respeto por el impe-
tuoso sultán, no le permitía atacarle. Lo único que pudo hacer fue
interponerse entre los dos jefes, hasta que los cruzados que le seguí-
an de cerca protegieran al rey
Saladino vio en Simon simplemente a un servidor de negra túni-
ca más de pie delante de él. De repente, cuando sólo les separaban
unas yardas, el templario inexplicablemente bajó la lanza.
En el mismo instante, Belami gritaba con desesperación:
-¡Saladino, es Simon! ¡No le mates! ¡Él ya es incapaz de matar!
En aquella fracción de segundo, el líder sarraceno reconoció a su
joven amigo. Pero ni las reacciones raudas como una serpiente del
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sultán pudieron hacer más que desviar ligeramente la lanza que apun-
taba al corazón del templario. Corazón de León soltó una exclama-
ción de sorpresa al ver que Saladino, en el último momento, desvia-
ba hacia un costado la lanza de bambú con punta de acero.
Los cuatro participantes de aquel extraño drama profirieron un
grito cuando la lanza del sultán se hundía en el costado del templa-
rio: Saladino, con horror; Simon, de dolor; Ricardo, con perplejidad,
y Belami, con desesperación. Fue una pesadilla, dirigida por el Destino.
Belami, presa de la pena y el horror, había volteado instintiva-
mente su mortífera hacha de batalla, dispuesto a lanzarla contra
Saladino. Pero también él había visto el movimiento horrorizado del
sultán al reconocer a Simon, para evitar que la lanza le matara. Dejando
caer el arma al costado, Belami, llorando como un niño, corrió a coger
a su herido camarada mientras se deslizaba de la silla.
Saladino, despavorido ante la posibilidad de haber matado a su
amigo, frenó y saltó al suelo, para arrodillarse junto al malherido tem-
plario. Se le llenaron los ojos de lágrimas al tiempo que se balancea-
ba de un lado al otro en su dolor.
Aquella escena extraordinaria había paralizado a ambos bandos
atacantes, en tanto sus monturas patinaban hasta detenerse en una
nube de polvo. Los escuadrones de hombres jadeantes y corceles sudo-
rosos esperaron la señal de sus respectivos jefes para suspender o rea-
nudar el combate. Ambos comandantes levantaron las manos para
evitar cualquier movimiento precipitado. Fue un momento mágico.
-¡Ojalá que Alá hubiera detenido mi mano!
La grave voz de Saladino se elevó en un grito de desesperación.
Belami le consoló, mientras sostenía a Simon con su fuerte brazo
derecho.
-No fue culpa vuestra, señor. En medio de las nubes de polvo
de la batalla resulta dificil distinguir al amigo del enemigo, sobre todo
cuando ese amigo viste la túnica del enemigo. Vi cómo desviasteis la
lanza hacia un costado al reconocer a vuestro adversario. Simon jamás
os hubiera matado, señor. Así me lo dijo, antes de la batalla.
-Yo también lo presentí, Belami -repuso el sultán, enjuagán-
dose los ojos.
Bruscamente, el lider sarraceno volvió a ser dueño de si mismo.
-Con el permiso de vuestro jefe, pondré a Simon de Cre~y al
cuidado de Maimónides. Creo que sólo los conocimientos de mi médi-
co personal pueden salvar, de nuevo, la vida de mi joven amigo.
El sultán miraba expectante al monarca inglés, que había logra-
do liberarse de su moribundo corcel, al que eliminó de un certero y
piadoso golpe de hacha. Ahora se encontraba de pie detrás de Belami,
esperando pacientemente que le tradujesen las palabras en árabe de
Saladino.
Un silencio espectral descendió sobre el campo de batalla, al
tiempo que Belami explicaba rápidamente la insólita situación. Todo
el tiempo el veterano intentaba detener el flujo de sangre que mana-
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