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rayo!...
Y todos callaron súbitamente, volvieron los ojos
al cadáver y se santiguaron suspirando.
Del patio llegaban cada vez más personas al
jardín, y hasta por encima de la valla de la Petrovna
treparon algunos, y gruñendo de enojo, cayeron
sobre la nieve; pero, en conjunto, todo quedó en
silencio hasta que el abuelo se volvió y exclamó
desesperado:
-Pero, queridos vecinos, ¿qué os ocurre? ¡Me
estáis es-tropeando todos los frambuesosl
La abuela me cogió de la mano y me condujo,
sollozando, a la casa.
-¿Qué ha hecho? -pregunté yo; y me respondió
ella:
-¿No lo ves?
Toda la tarde y hasta muy avanzada la noche
hubo un hormiguero de gente en la cocina y en el
cuarto contiguo. Todos gritaban. El policía daba
órdenes; un individuo con aspecto de diácono
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escribió no sé qué, y la abuela tenía un trabajo
enorme para darles té a todos. A la mesa estaba
sentado un hombre rechoncho y picado de viruelas,
de bigote largo, que decía con voz de carraca:
-Nadie sabe cuál es su verdadero nombre; y sólo
se ha podido averiguar que procede de Yelatima. El
sordomudo no es tal sordomudo, y lo ha confesado.
Hay otro más en la cuadrilla, que también ha
confesado. Desde hace años se dedican a robar
iglesias, y ése ha sido su principal oficio.
-¡Oh, Diosl -suspiró la Petrovna, muy encendida
y cho-rreando sudor.
Yo estaba arriba, en el escalón superior, y miraba
hacia abajo: todas las personas aquellas me parecían
de piernas cortas, gordas y formidables.
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Capitulo X
Un sábado, por la mañana, muy temprano, salí al
jardín de la Petrovna para coger frailecillos. Estuve
largo rato al acecho, pero no me cayó en la trampa
ninguno de esos pajarillos de pecho rojo, tan
presumidos. Se paseaban de un modo muy cómico,
como si quisieran fascinarme con la pompa de sus
colores sobre la plateada costra de hielo cubierta por
la nieve, volaban a las ramas de los arbustos
cubiertas por una gruesa capa de escarcha, se mecían
en ellas como flores vivas y sacudían hacia abajo el
azulado polvillo de la nieve. El espectáculo era tan
agradable, que no me enojó mi fracaso, cuanto más
que nunca fui un cazador de pájaros muy
apasionado, y en el ejercicio de esta afición, la
observación de los minúsculos seres alados y de su
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vida y costumbres me producía siempre más placer
que el fruto de la captura.
Es admirable estar, sólo al acecho al borde de un
campo de nieve, oyendo gorjear a los pájaros en la
cristalina calma del día invernal, mientras en la
lejanía se percibe el campanilleo de un trineo
presuroso, melancólica alondra del invierno ruso.
Me dio un escalofrío, mientras me hallaba al
acecho en la nieve. Sintiendo que se me habían
helado las orejas, cogí la trampa y la jaula, trepé por
la valla al jardín del abuelo y entré en mi casa. La
puerta que daba a la calle estaba abierta de par en
par, y un aldeano gigantesco acababa de hacer parar
delante del patio un gran trineo de viaje de tres
caballos. Estos pateaban en la nieve y su conductor
silbaba satisfecho. Sentí un estremecimiento singular
al mirarlo.
-¿Quién ha venido? -pregunté al aldeano.
El hombre se volvió a mí, me miró por debajo
del brazo, saltó al borde del trineo y dijo:
--El pope.
¿El pope?... A mí me tenía sin cuidado, porque
en todo caso habría ido a ver a uno de los inquilinos.
-¡Andad, caballitosl -exclamó el aldeano,
silbando y co-giendo a los animales por la rienda;
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apresuradamente se diri-gieron hacia el campo,
mientras yo me quedaba mirándolos y escuchando el
son de las campanillas. Cerré la puerta y entré en la
cocina. Allí no había nadie; pero en el cuarto
contiguo oí la voz vigorosa de mi madre:
-¿Qué pasará ahora? ¿Acaso tendré que
ahorcarme?
Dejé en cualquier parte mi jaula y, sin quitarme
el abrigo, corrí al zaguán, donde me tropecé con mi
abuelo. Este me cogió por el hombro, me miró con
los ojos desmesuradamente abiertos y dijo, con
ronca voz, tragándose una palabra fea:
-Ha llegado tu madre... Anda y salúdala. ¡Alto!
¿Adónde vas?
Me hizo dar media vuelta violentamente, a
punto de ha-cerme caer; me empujó hacia la puerta
de la habitación y dijo:
-¡Entra, entra!
Corrí hacia la puerta, cubierta de fieltro y de
hule, y, con las manos temblorosas de frío y
excitación, estuve tentando largo rato para encontrar
el pomo. Finalmente, logré dar con él, abrí despacio
la puerta y me quedé en el dintel, como
deslumbrado.
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