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como no llevaban documento alguno, no pudieron persuadiros a que vinierais a verme, pero
finalmente os mandé esa carta gracias a la cual, grandísimo Señor, os encontráis aquí. Si queréis
hacer valer vuestros derechos a la corona de Francia, estoy dispuesto a ayudaros.
Acababan de traer un espejo de plata, Gianníno se acercó a los grandes candelabros y se
miró en él largo rato. Nunca le había gustado su rostro; aquella redondez algo fofa, aquella nariz
recta pero sin carácter, aquellos ojos azules bajo unas cejas demasiado desvaídas, ¿era eso el rostro
de un rey de Francia?
Giannino se esforzaba, en el fondo del espejo, en disipar el fantasma, en reconstruirse a sí
mismo...
El tribuno le puso la mano sobre el hombro.
-Mi nacimiento -dijo gravemente- también estuvo rodeado de un extraño misterio. Me he
criado en una taberna de esta ciudad; y he servido vino a los mozos de cuerda. No supe hasta muy
tarde de quien era hijo.
Su bello semblante de emperador, en el que sólo se movía la ventana derecha de la nariz, se
había derrumbado ligeramente.
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Librodot
Librodot Los reyes malditos VI - La flor de lis y el león Maurice Druon 140
III. «Nos, Cola de Rienzi...»
Giannino, al salir del Capitolio, cuando los primeros resplandores de la aurora empezaban a
ribetear con un contorno cobrizo las ruinas del Palatino, no volvió a dormir al Campo de¡ Fiori.
Una guardia de honor que le proporcionó el tribuno lo condujo al otro lado del Tíber al castillo de
Sant-Angelo, donde le habían preparado habitaciones.
Al día siguiente, buscando la ayuda de Dios para calmar la gran agitación que sentía, pasó
varias horas rezando en una iglesia cercana; luego volvió al castillo Sant Angelo. Pidió ver a su
amigo Guidarelli, pero le rogaron que no hablara con nadie sin haber visto antes al tribuno. Estuvo
solo hasta el atardecer, esperando que vinieran a buscarlo. Parecía que el tribuno no se ocupaba en
sus asuntos más que por la noche.
Giannino volvió, pues, al Capitolio, donde el tribuno tuvo con el más atenciones aún que la
víspera y se encerraron de nuevo juntos.
Cola de Rienzi expuso su plan de campaña: iba a enviar inmediatamente al Papa, al
emperador y a todos los soberanos de la Cristiandad cartas invitándolos a mandarle sus
embajadores para una comunicacion de la mayor trascendencia, pero sin dejar adivinar nada del
contenido de esta comunicacion. Luego, cuando todos los embajadores se hubieran reunido, haría
aparecer ante ellos a Giannino, con las insignias reales, y se lo presentaría como verdadero rey de
Francia... Si el nobilísimo Señor estaba de acuerdo, naturalmente.
Giannino era rey de Francia desde la víspera; pero banquero sienés desde hacía veinte años;
y se preguntaba qué razones debía de tener Rienzi para interesarse por él de tal manera, con una
impaciencia casi febril que agitaba todo el corpachón del potentado. ¿Por qué quería abrir un nuevo
litigio cuando ya se habían sucedido cuatro reyes en el trono de Francia desde la muerte de Luis X?
¿Era simplemente, como afirmaba, para denunciar una monstruosa injusticia y establecer en su
lugar a un príncipe desposeído? El tribuno no tardó mucho en revelar su pensamiento.
-El verdadero rey de Francia podría traer el Papa a Roma. Esos reyes falsos tienen papas
falsos.
Rienzi apuntaba lejos. La guerra entre Francia e Inglaterra, que amenazaba convertirse en
guerra de medio Occidente con el otro medio, tenía, si no por origen, sí por fundamento jurídico, un
pleito sucesorio y dinástico. Haciendo surgir al verdadero y legítimo titular del trono de Francia, los
otros dos reyes ya no tendrían base para sus pretensiones. Los soberanos de Europa, al menos los
pacíficos, se reunirían en Roma, destituirían al rey Juan II y entregarían al rey Juan I su corona. Y
Juan I decidiría el retorno del Padre Santo a la Ciudad Eterna. No habría más injerencias de la corte
de Francia en las tierras imperiales de Italia; se acabarían las luchas entre güelfos y gibelinos; Italia,
recobrada su unidad, podría aspirar a recuperar la grandeza de otros tiempos; y finalmente, el Papa
y el rey de Francia, si asi lo deseaban, podían incluso hacer Emperador al artífice de esta grandeza
y esta paz, a Cola de Rienzi, hijo de emperador; y no emperador a la alemana, sino a la antigua. La
madre de Cola era del Trastevere, donde todavía vagan las sombras de Augusto, Trajano y Marco
Aurelio, hasta en las tabernas, e incitan a las gentes a soñar...
Al día siguiente, 4 de octubre, en el curso de una entrevista, esta vez de día, Rienzi
entregaba a Giannino, al que ahora llamaba Giovanni di Francia, todos los documentos de su
extraordinario expediente: la confesión de la falsa madre, el relato de fray Jordan de España, la
carta de fray Antonio; luego llamó a uno de sus secretarios y empezó a dictarle el acta que
autentificaba la entrega:
-Nos, Cola de Rienzi, caballero por la gracia de la Sede Apostólica, senador ilustre de la [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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