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enemiga...! Ya no sé qué pensar... Viene a mi encuentro, en el aula, donde he quedado
sumida en mis meditaciones.
––¿Vamos, Claudine?
––Sí, señorita. Enseguida estoy lista.
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Claudine en la escuela
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Una vez en la calle, no me atrevo a preguntarle nada. ¿Qué iba a contestarme?
Prefiero esperar a estar en casa y mientras tanto hablarle banalmente del frío; predecir
que volverá a nevar, que las clases de canto de los jueves y los domingos van a diver-
tirnos... Pero hablo sin convicción y bien sabe ella que toda esta palabraría no quiere
decir nada.
Una vez en casa, bajo la lámpara, abro los cuadernos y la miro; está más guapa
que la otra tarde, un poco más pálida; los cercos alrededor de sus ojos los hacen
parecer aún mayores.
––Se diría que está usted fatigada.
Mi pregunta la incomoda, ¿por qué? Se ruboriza, mira a su alrededor. Apostaría a
que se siente vagamente culpable frente a mí. Continúo:
––Dígame, ¿la horrible pelirroja sigue manifestándole la misma amistad? ¿Han
vuelto a producirse las caricias y los enfados de la otra tarde?
––No, no... Se muestra muy bondadosa conmigo... Le aseguro que me cuida
mucho.
––Entonces, ¿no la ha «magnetizado» de nuevo?
––¡Oh, no! No se trata de eso... Me parece que la otra noche exageré un poco.
Estaba nerviosa.
¡Vaya! ¡Si está a punto de perder la compostura! No importa: quiero enterarme.
Me acerco a ella y le tomo las manos, sus dos pequeñas manos.
––¡Oh, querida, cuénteme lo que le pasa! ¿O es que ya no quiere decirle nada a su
pobre Claudine, que tanta pena sintió anteayer?
Pero parece haberse repuesto, como si de pronto hubiera decidido callarse. Va
adoptando un aire tranquilo, falsamente natural, y me mira con sus ojos de gato,
claros y embusteros.
––Vamos, Claudine; le aseguro que me deja completamente en paz y que incluso
se muestra bondadosa conmigo. ¿Sabe?, la habíamos juzgado peor de lo que es.
¿Qué quieren decir esa voz fría y esos ojos cerrados en banda, a pesar de estar
completamente abiertos? Es la voz que utiliza en clase, ¡no quiero escucharla! Me
aguanto las ganas de llorar para no parecer ridícula. Entonces, ¿todo ha terminado
entre nosotras? Y si sigo atormentándola con mis preguntas, ¿no terminaremos por
pelearnos? A falta de otra cosa que hacer, tomo mi gramática inglesa; ella abre
apresuradamente mi cuaderno.
Es la primera y única vez que he tomado de ella una lección seria; con el corazón
henchido de tristeza y a punto de estallar, traduzco páginas enteras de:
Usted tenía plumas, pero él no tenía caballo.
Tendríamos las manzanas de tu primo si él tuviera muchos cortaplumas.
¿Tienes tinta en tu tintero? No, pero tengo una mesa en mi alcoba.
etc., etc.
A punto de terminar la lección, la singular Aimée me pregunta a bocajarro:
––Mi pequeña Claudine, ¿no estará enfadada conmigo, verdad?
No miento del todo:
––No, no estoy enfadada con usted.
Casi es cierto; ya no siento cólera, sólo pena y cansancio. La acompaño y le doy
un beso, pero al tenderme su mejilla vuelve hasta tal punto su rostro que mis labios
casi rozan su oreja. ¡La pequeña desalmada! La miro mientras se aleja bajo la luz de
la farola y siento vagos deseos de correr tras ella, pero, ¿a santo de qué?
He dormido bastante mal; lo prueban mis ojos, cuyas ojeras me invaden media
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Claudine en la escuela
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cara; por fortuna, me sientan muy bien, según compruebo en el espejo mientras me
cepillo vigorosamente los rizos, dorados esta mañana, antes de partir para la clase de
canto.
Llego casi media hora antes y no puedo contener la risa al ver a dos de mis cuatro
compañeras ya instaladas en la escuela. Nos inspecionamos mutuamente y Anaïs
suelta un silbido de aprobación ante mi traje azul y mi lindo delantal. Ella se ha pues-
to para la ocasión su delantal rojo de los jueves y los domingos, bordado en blanco,
que la hace parecer aún más pálida. Se ha peinado en «casco» con un cuidado
meticuloso, con el moño muy hacia adelante, casi sobre la frente, y se ciñe con un
cinturón nuevo. Caritativamente, observa en voz alta que tengo mala cara; pero le
respondo que el aire de fatiga me favorece. Marie Belhomme llega corriendo, aturdida
y atolondrada como de costumbre. También ella, aunque está de luto, se ha esmerado;
lleva alrededor del cuello una especie de gorguera de crespón plisado que le da un
aspecto de pierrot negro y bobo, aunque está muy bonita con sus grandes ojos
aterciopelados y su aire ingenuo y despistado. Las dos Jaubert llegan juntas, como [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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