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Muy bien asentí . Votemos.
Espere exclamó inmediatamente el camionero.
Creo que debemos suministrarle combustible dictaminé . Esperaremos una
oportunidad mejor para escapar. ¿Cocinero?
Quedémonos aquí respondió . ¿Queréis ser sus esclavos? Al final eso es lo que
seremos. ¿Queréis pasar el resto de vuestras vidas cambiando filtros de aceite cada vez que
uno de esos... monstruos haga sonar el claxon? Yo no. Miró lúgubremente por el
ventanal . Quedémonos aquí y se morirán de hambre. Miré al chico y a la chica.
Creo que tiene razón dijo él . Es el único medio de detenerlos. Si alguien hubiera
podido ayudarnos, ya lo habría hecho. Dios sabe qué es lo que está sucediendo en otras
partes.
Y la chica, pensando en Snodgrass, asintió con la cabeza y se acercó a su compañero.
Ya está resuelto, entonces murmuré. Me acerqué a la máquina expendedora de
cigarrillos y cogí un paquete sin mirar la marca. Había dejado de fumar un año atrás, pero
ése me parecía el mejor momento para volver a hacerlo. El humo me raspó los pulmones.
Transcurrieron veinte minutos, que parecieron arrastrarse. Los camiones congregados
delante del edificio esperaban. Atrás, se alineaban en los surtidores.
Creo que todo fue un truco comentó el camionero . Sólo...
Entonces se oyó un ruido más potente, más destemplado, más entrecortado, el ruido de
un motor que arrancaba y se ahogaba y volvía a arrancar. La niveladora.
Refulgía como una avispa amarilla bajo el sol: era una Caterpillar con traqueteantes
orugas de acero. Su corta chimenea escupió humo negro cuando viró para volverse hacia
nosotros.
Va a arremeter balbuceó el camionero. Tenía una expresión atónita . ¡Va a cargar!
Repleguémonos dije . Detrás de la barra. La niveladora seguía calentando el
motor. Las palancas de cambios se movieron solas. La reverberación del calor flotaba sobre
la chimenea humeante. De pronto levantó la reja, una pesada medialuna de acero cubierta
de grumos de tierra seca. A continuación, con un potente rugido, enfiló hacia nosotros.
¡La barra! Le di un empujón al camionero y eso les hizo moverse a todos.
Había un pequeño bordillo de hormigón entre el aparcamiento y la hierba. La niveladora
cargó por encima de él, levantando fugazmente la reja, y después embistió de lleno la pared
del frente. Los vidrios estallaron hacia dentro con un fuerte estrépito y el marco de madera
se deshizo en astillas. Una de las tulipas de la luz se desprendió del techo y se desplomó
con una nueva dispersión de vidrio. La vajilla cayó de los estantes. La chica chillaba pero
sus alaridos quedaban ahogados por el bramido sistemático y palpitante del motor de la
Caterpillar.
Dio marcha atrás, se zarandeó sobre la franja de hierba arrasada, y arremetió
nuevamente, con un topetazo que hizo saltar y rodar las cabinas restantes. El recipiente de
tartas cayó del mostrador, y los trozos de pastel resbalaron por el suelo.
El cocinero estaba agazapado, con los ojos cerrados, y el chico abrazaba a su amiga. El
camionero tenía los ojos desorbitados por el miedo.
Tenemos que pararlo gimoteó . Decidles que obedeceremos, decidles que
obedeceremos...
Es un poco tarde para eso, ¿no cree?
La Caterpillar dio marcha atrás y se preparó para otra acometida. Las nuevas muescas de
su reja refulgían y titilaban bajo el sol. Se disparó hacia delante con un rugido ensordecedor
y esta vez demolió el soporte principal situado a la izquierda de lo que había sido la
ventana. Esa sección del techo se derrumbó estrepitosamente. Nos envolvió una nube de
yeso.
La niveladora se zafó de los escombros. Vi que el grupo de camiones esperaba detrás.
Cogí al cocinero por los brazos.
¿Dónde están los tanques de petróleo? La cocina se alimentaba con butano, pero yo
había visto los pasos de aire para una caldera de calefacción.
En el almacén de materiales respondió.
Ven le ordené al chico.
Nos levantamos y corrimos al almacén. La niveladora embistió nuevamente y el edificio
se estremeció. Dos o tres topetazos como ése y podría acercarse a la barra para tomar un
café.
En el almacén había dos grandes tanques de doscientos litros con tubos de alimentación
para la caldera y espitas con sus respectivas llaves de paso. Cerca de la pared posterior
había una caja llena de botellas de ketchup vacías.
Traélas, Jerry.
Mientras él cargaba las botellas, me quité la camisa y la hice jirones. La niveladora
embistió una y otra vez, y cada arremetida era acompañada por el ruido de nuevos
desmoronamientos.
Llené cuatro botellas bajo las espitas, y él introdujo los trapos en los cuellos.
¿Has jugado al béisbol? le pregunté.
En la escuela secundaria.
Imagina que eres el lanzador.
Volvimos al restaurante. Toda la pared de delante dejaba ver el cielo. Los vidrios
pulverizados brillaban como diamantes. Una viga maciza había caído atravesada sobre la
abertura. La niveladora retrocedía para acometerla nuevamente, y pensé que esta vez
seguiría adelante, triturando las cabinas para luego demoler la barra.
Nos arrodillamos y colocamos las botellas en el suelo.
Encienda las mechas le dije al camionero. Sacó sus cerillas, pero las manos le
temblaban espantosamente y las dejó caer. El cocinero las recogió, raspó una y los jirones
de camisa se inflamaron con una llama grasicnta.
De prisa exclamé.
Corrimos, el chico un poco por delante. Los vidrios crujían y rechinaban bajo nuestros
pies. En el aire flotaba un olor pesado, aceitoso. Todo era muy estridente, muy rutilante.
La niveladora arremetió.
El chico se agachó bajo la viga y su silueta se recortó contra la parte delantera de la
templada reja de acero. Yo me desvié hacia la derecha. La primera botella del chico cayó
antes de dar en el blanco. La segunda se estrelló contra la reja y ardió de forma inofensiva.
Intentó volverse y entonces tuvo encima la mole de cuatro toneladas de acero. Alzó los
brazos y desapareció, triturado.
Di media vuelta y arrojé la primera botella al interior de la cabina abierta, y la segunda
en pleno motor. Explotaron juntas proyectando un surtidor de llamas.
La trompa de la niveladora se alzó fugazmente con un aullido casi humano de cólera y
dolor. Describió un semicírculo enloquecido, arrancando el ángulo izquierdo de la cantina,
y enfiló bamboleándose hacia la zanja de desagüe.
La oruga de acero estaba surcada y salpicada de sangre, y en el lugar donde había estado
el chico sólo quedaba una masa similar a una toalla arrugada.
La niveladora casi llegó a la zanja. Las llamas crepitaban bajo el capó y en la cabina, y
después estallaron como un geyser.
Retrocedí trastabillando y casi caí sobre una pila de escombros. Flotaba un olor caliente
que no era sólo de petróleo. Era de pelo quemado. Yo me estaba incendiando.
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